El partido de la vuelta de la final de la Copa Libertadores 2018 entre River Plate y Boca Juniors, que se pospuso del sábado para el domingo por la agresión al autobús del 'Xeneize' y luego se postergó con fecha indefinida, tuvo como protagonista excluyente a la violencia, que una vez más estuvo presente en el fútbol argentino.
Los simpatizantes ingresaban al Monumental entre cánticos de aliento y alegría, pero todo cambió cuando el autobús que trasladaba a los jugadores de Boca fue llevado por una esquina en la que había miles de hinchas de River Plate, muchos de los cuales rompieron los vidrios con piedras y botellas.
En declaraciones para la cadena 'TNT', Darío Rubén Ebertz, el chófer habitual del equipo, contó que al salir de un puente vio a 300 metros a "la cantidad de gente" que ocupaba parte del trayecto y comenzó a suponer que "no iba a ser nada fácil", y confesó que le había sorprendido que no estuviese vallada una zona que siempre lo había estado en los anteriores 'Superclásicos'.
Cuando comenzaron a ser atacados por los inadaptados hinchas rivales, Ebertz vio que se dirigía hacia él una botella, por lo que se tapó la cara con un brazo y esta impactó en su axila. El impacto "fue tan fuerte" que perdió "un poco el conocimiento", momento en el cual el vicepresidente de Boca, Horacio Paolini, "agarró el volante hasta que reaccionó y pudo tomar el control".
"Si no, no sé qué hubiera pasado, una desgracia", afirmó el conductor, y añadió que a Paolini "se lo mandó Dios, es un ángel". Tras dar las gracias a Dios por la ayuda del directivo, Ebertz explicó que un autobús tan grande "una vez que se te escapa de las manos ya no lo contienes más".
Argentina, y el fútbol mundial en general, aún se pregunta perplejo cómo lo que comenzó como "la final del Siglo", que tuvo un espectacular primer episodio hace dos semanas en La Bombonera (2-2), derivó en una situación bochornosa, que sacó a la luz lo peor de una rivalidad mal entendida.